Víctimas selectivas: rehenes sionistas y prisioneros palestinos en el espejo del mundo

Sobre los prisioneros sionistas y las familias de nuestros cautivos en las cárceles del enemigo

Este artículo fue escrito originalmente en árabe por Khaled Barakat, escritor palestino y miembro del Comité Ejecutivo del Movimiento Masar Badil. En él, reflexiona sobre la hipocresía internacional frente a la causa de los prisioneros palestinos, en contraste con el tratamiento mediático y político otorgado a los rehenes sionistas.

Desde el momento en que la Resistencia Palestina en Gaza anunció la captura de varios soldados y colonos sionistas durante la gloriosa batalla del “Diluvio de Al-Aqsa”, la cuestión de los “rehenes” sionistas se ha convertido en un eje de atención mundial. Se les dedican largas horas en las pantallas de televisión, se ejercen presiones políticas, se levantan carpas en las plazas y se derraman lágrimas por aquellos a quienes los medios describen como “víctimas inocentes”. Mientras tanto, más de 10.800 prisioneros y prisioneras palestinas yacen en las mazmorras de la ocupación, algunos desde hace más de treinta años, sin que este mundo hipócrita parpadee siquiera, ni escuche el gemido de una madre palestina que espera un abrazo postergado por décadas.

Al prisionero sionista se le presenta como un ser humano oprimido, arrancado de entre sus seres queridos, mostrado a través de imágenes familiares y relatos emotivos transmitidos día y noche. Los medios occidentales se esfuerzan por alimentar esta narrativa: el niño que espera a su padre, la esposa que no duerme, la madre que no deja de llorar. Todo esto ocurre al margen del contexto de guerra y ocupación, como si estos “rehenes” no fueran parte de una maquinaria militar que destruye Gaza, asedia a los palestinos y se asienta sobre su tierra. Gobiernos, embajadas y organizaciones internacionales son reclutados para presionar a la Resistencia Palestina, y cualquier intento de exigir un intercambio de prisioneros es condenado como “chantaje humanitario”, mientras se ignora por completo el origen de la tragedia: la ocupación sionista y el colonialismo de asentamientos.

Nadie habla de los 73 mártires que cayeron en las cárceles del enemigo desde el 7 de octubre, ni de los 10.800 prisioneros palestinos que sufren en las celdas de la ocupación, entre ellos 400 niños, 50 mujeres y 500 enfermos, algunos encarcelados desde hace más de treinta años. No se menciona la privación de visitas, atención médica o educación, ni los niños secuestrados por la noche de sus hogares y arrojados a los calabozos de interrogatorios, ni los 3.600 detenidos administrativos retenidos sin cargos ni juicio. No hay imágenes de las lágrimas de una madre palestina, ni escenas de familias esperando noticias de sus hijos tras las rejas. Para la maquinaria mediática occidental, el prisionero palestino es solo un “terrorista”, no un ser humano, y no cuenta en los cálculos de justicia o conciencia. Exigir su liberación se convierte en un “crimen moral”, no en un derecho legítimo.

En este conflicto desigual, la “Autoridad Palestina” y el sistema árabe oficial derrotado adoptan una postura de impotencia y complicidad. La AP no mueve un dedo, salvo con declaraciones tibias en ocasiones puntuales. Sus embajadas practican el silencio y no tienen relación con las campañas de solidaridad con los prisioneros o las batallas legales en foros internacionales. Un silencio absoluto ante las masacres diarias y las detenciones masivas, incluso reprimiendo actos populares de solidaridad si se atreven a desafiar la línea oficial. La coordinación de seguridad con la ocupación, que la AP celebra en secreto, pero niega en público, es una de las causas directas de las continuas detenciones y la pérdida de confianza popular. Esta impotencia deliberada no se explica por debilidad, sino que se enmarca en una función político-securitaria que se alinea con la lógica de “gestionar la ocupación”, no resistirla, y con el enfoque de negociaciones inútiles, no con la lucha por la liberación de los prisioneros.

Lo que empeora aún más la situación es el estado de inercia que afecta a la mayoría de las “organizaciones” palestinas en Cisjordania. Salvo algunas iniciativas individuales o juveniles, no existe un movimiento organizado ni campañas permanentes que den voz a las familias de los prisioneros palestinos, expongan su realidad o expresen sus demandas. Han desaparecido los comités activos por los prisioneros. Estas “organizaciones” y las llamadas “instituciones de derechos humanos”, que se suponía debían liderar la calle en defensa de sus hijos encarcelados, se han vuelto incapaces de dirigirse a sus propias bases, y mucho menos de hablarle al mundo. Mientras en Tel Aviv se organizan marchas semanales de las familias de los soldados sionistas, las ciudades de Cisjordania carecen de actividades continuas que expresen el dolor de las madres, padres e hijos de los prisioneros palestinos. Este silencio es el resultado del desgaste organizativo, la burocracia y la división política que ha fracturado el movimiento nacional.

La hipocresía del mundo es evidente cuando el soldado sionista es presentado como una víctima digna de compasión, mientras el prisionero palestino es reducido a un “número de seguridad” o acusado de “terrorismo”. Basta con oír la frase “familias de prisioneros” para que muchos asuman que se habla de las familias de los sionistas cautivos en Gaza. Los medios occidentales no ven al prisionero palestino como un ser humano: no registran su historia, no narran su sufrimiento, no le ofrecen un espacio para contar su tragedia. En cambio, se abren las puertas de organizaciones y parlamentos a las familias de los soldados, usándolas como carta política para presionar a la resistencia, olvidando que quien exige su libertad, exige justicia.

Una madre palestina dice: “Mi hijo lleva veinte años en prisión. Creció en mi ausencia, y yo envejecí esperándolo. No lo he tocado, no lo he abrazado, no sé cómo es su rostro hoy. ¿Por qué nadie escucha mi grito? ¿Soy menos madre que las demás? ¿O mi sangre vale menos porque soy palestina?”. Pero estas palabras no encuentran oídos, porque provienen del “lado equivocado” en la ecuación colonial. Al mundo no le importa, y las instituciones de derechos están ocupadas contando los suspiros de los soldados sionistas, no los gritos de las madres palestinas.

La experiencia de la resistencia en Gaza ha demostrado que la cuestión de los prisioneros no es solo un expediente negociador, sino un emblema de dignidad nacional. De hecho, la causa de los prisioneros y su liberación fue una de las principales razones de la gloriosa batalla del Diluvio de Al-Aqsa. Quien quiera igualar el dolor, que empiece por lograr justicia, y que rompa el muro de silencio, complicidad e hipocresía que nos rodea desde hace décadas. Lo que se necesita hoy no es solo adoptar un discurso humano equilibrado, sino arrebatar la causa de los prisioneros y sus familias de las garras del olvido, el desprecio y el silencio, y devolverla a su lugar natural en el corazón de la batalla por la liberación nacional, como una causa central.

Estos valientes prisioneros en las cárceles del enemigo son, en realidad, la única dirección palestina legítima y confiable. Son los únicos representantes auténticos del pueblo palestino y su lucha por la libertad. Quien no defienda a Gaza y a la valiente Resistencia Armada, no defenderá al movimiento de prisioneros, la primera línea de defensa de Palestina.

Quien guarda silencio ante el sufrimiento de los prisioneros, se alinea con el verdugo. Hoy más que nunca, levantar la bandera de los cautivos palestinos es parte inseparable de la lucha por la liberación total de Palestina, del río al mar. Su voz es nuestra trinchera, su libertad es nuestro compromiso.

 


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